Recuerdos

Latin America Special Issue

Page

46

Words by

Stella Weston, age 13

Pictures by

Zuri Hazlehurst, age 11

Translation by

Narration by

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English

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Cada uno tiene su propio mundo, compuesto de todo lo importante para ellos. Con frecuencia, su mundo está compuesto de familia y amigos, dónde vive, su deporte favorito, sus mascotas, a qué escuela fue o su pasatiempo favorito. Tal vez sea un libro especial, un cuaderno lleno de garabatos al azar, cierto alimento reconfortante al que siempre puede recurrir, recuerdos de fiestas y llegadas a casa a altas horas de la noche y secretos y lugares que ha visitado.

Usted no tiende a pensar sobre el mundo de sus padres, sus historias, sus vidas. Pero cada cierto tiempo, puedes escuchar un relato o ves una foto de su pasado. Recientemente, mis padres me prestaron una parte de su mundo. Me pareció una historia, algo que nunca harían. A través de álbumes fotográficos a medio terminar, viejos diarios, cartas e historias, me mostraron una parte de su mundo, de un viaje por Centro América hace 27 años.

A través de álbumes fotográficos a medio terminar, viejos diarios, cartas e historias, me mostraron una parte de su mundo

Sacaron álbumes de fotos de atrás de las decoraciones de Navidad y me mostraron fotos de México: de su viaje por tren a través del Cañón del Cobre; de gente lavando su ropa en un hilo de una corriente de agua; y de sorprendentes murales llenos de color describiendo la historia de los trabajadores mexicanos.

Había fotos tomadas en Costa Rica: de pelícanos blancos grisáceos zambulléndose en busca de peces; de colibrís brillantes e iridiscentes; y un perezoso subiendo a un árbol en la verde jungla. El perezoso era más grande de lo que hubiera pensado. Su cara era angulada hacia arriba, ojos oscuros evaluando su ascenso, mientras un diminuto bebé se aferraba a su pecho y miraba hacia abajo, nervioso, al fotógrafo.

Mis padres dieron vuelta la página otra vez. Había fotos de Honduras: una escalera con jeroglíficos cuidadosamente tallados que contaban la historia del imperio Maya; un altar de sacrificio agrietado en forma de tortuga; y pirámides de piedra bruta excavadas lentamente en colinas cubiertas por la selva aparentemente comunes y corrientes.

Me dieron sus recuerdos de viajar de aventón en Costa Rica y mirar una tortuga arrastrándose hacia la playa, sacudiendo la arena con sus aletas como excavando un agujero para poner sus relucientes huevos blancos. Se sentaron debajo de un volcán activo mientras hacía erupción, sintiendo las cenizas en su cabello y viendo corrientes de lava. Viajaron con el bajista de Sinead O’Connor y despertaron en la mañana con los sonidos de gruñido de sus flexiones de brazos al pie de la cama.

Pero fue cuando mis padres dieron vuelta a las páginas de Guatemala que yo realmente caí en sus recuerdos. La calle en la que camino está hecha de tierra

En Baja California, se escabulleron en hoteles caros para usar las piscinas y luego durmieron en la playa. Se despertaron en la mañana con el rastro de tortugas al lado de ellos en la arena.

Pero fue cuando mis padres dieron vuelta la página a la de Guatemala que yo realmente caí en sus recuerdos. La calle en la que camino está hecha de tierra y yo chapoteo en sus baches. A mi alrededor se encuentran hombres vistiendo sombreros de ala ancha color marrón claro. Llevan fardos de flores en sus espaldas. Choco levemente con uno en la multitud, y me disculpo en mi español de colegiala mientras desaparezco. “¡Lo siento!”

Rozo contra mujeres que visten blusas ásperas, bordadas en rosa y rojo, su cabello negro lustroso perfectamente trenzado con listones. Entre los puestos del mercado, la gente me rodea. Los olores de especias y frutas y flores asaltan mis sentidos. Los autobuses aquí son autobuses escolares de los Estados Unidos, de color amarillo descolorido con ventanas corredizas pasadas de moda. Dentro y en el techo hay sacos y bolsas, cajas y cestas. Los pollos y cerditos chillan en el espacio abarrotado.

Más abajo en la calle, la gente está bailando. Usan extrañas máscaras con lana tejida brillantemente coloreada para el cabello, mejillas sonrosadas, rostros pálidos y agujeros de ojos negros. Una inmaculada iglesia blanca parece estar fuera de lugar entre las fachadas dañadas por el terremoto. Las gradas están cubiertas de gente y sus mercancías. Incluso hay un fuego abierto.

Sobre la página, estoy en un lago en las tierras altas con un chico llamado Francisco. Estoy viendo a mis padres. Se ven tan jóvenes y silvestres, como mis hermanos, mis primos… como yo.

Francisco está posando para sus fotos, manos en las caderas, espalda arqueada, cabeza hacia el cielo. Viste una camisa cuadriculada de color azul descolorida, sobre una blanca sucia, pelo negro que cae en sus ojos, sonriendo a la cámara. Les vende a mis padres una piña y bananas rojas.

Estoy viendo a mis padres. Se ven tan jóvenes y silvestres, como mis hermanos, mis primos… como yo

Mientras su amigo desaparece detrás de un edificio para buscar algo de cambio, Francisco pela la piña, le espolvorea chile y, a invitación de mis padres, se sienta a comer con ellos. Puedo escuchar su voz tímida mientras les cuenta sobre su vida, cruzando en kayak el lago cada mañana para vender frutas.

Entonces mis padres le dan el mundo. Les gusta tanto que le dan su globo inflable, el globo que habían traído con ellos para mostrarle a la gente la lejana isla de Nueva Zelanda. Y es irónico, porque el chico en esa foto, que tenía tan poco, cuyo mundo era tan pequeño, pudo sostener el mundo entero tan fácilmente en sus manos.